Las tecnologías digitales han transformado profundamente el panorama cultural en todo el mundo. En efecto, la vertiginosa expansión de la web, la explosión de las redes sociales, el auge de los dispositivos móviles y el formidable avance de la inteligencia artificial, entre otros fenómenos, han redefinido el modo en que creamos, producimos, distribuimos y consumimos bienes y servicios culturales.


Estas tendencias han implicado grandes ventajas, pero también enormes retos, que con la crisis de la COVID-19 no han hecho más que agravarse. Un primer grupo de desafíos se relaciona con las deficiencias en términos de infraestructura tecnológica, recursos, habilidades y datos que afectan a todo el sector cultural, en particular en los países en vías de desarrollo. Otra dificultad es la falta de modelos de negocio disponibles para las instituciones culturales, en un contexto tecnológico dominado por las grandes plataformas de Internet.


Una vía de solución para estos retos podría consistir en la asimilación plena de la lógica digital en el trabajo de estas instituciones. Nos referimos a una forma de trabajo que no solo precisa de la incorporación de herramientas puntuales —tales como la realidad aumentada, la realidad virtual o las galerías en línea, si pensamos en el caso de los museos— sino que, de manera más profunda, exige colocar en el centro de la escena nociones como la colaboración y la coconstrucción de soluciones junto con los artistas, el público y otras organizaciones culturales.