El ego es el algoritmo que le introducimos a la máquina a modo de ADN
Una conversación entre Max de Esteban y Cuauhtémoc Medina

Cuauhtémoc Medina (CM):
Me gustaría empezar desde un lugar un poco basal y decir que este video me produce terror absoluto. Lo que yo percibo es la idea de una pieza eminentemente gótica, casi como si estuviéramos en medio de una especie de The Shining post humano, donde las soledades que muestras plantean una persecución. ¿Esta escenificación de la investigación sobre la infraestructura de la inteligencia artificial requería la temática del bosque como laberinto y lugar de lo salvaje?

Max de Esteban (MdE): Creo que lo que comentas es muy acertado. Este video se compone de dos partes: una primera formal y luego una digamos, de contenido más discursivo. La formal arranca de la idea, que está muy presente hoy en ciertos pensadores, como Franco “Bifo” Berardi, de que nos encontramos en una etapa de doble abstracción, de la abstracción de la abstracción. Mi punto de partida era que el video debía mostrar la situación hacia dónde vamos, un instante presente-futuro. Y fíjate que en el video, independientemente de las sensaciones de las que luego hablaré, lo primero que uno se interroga es si esas imágenes son reales o son construcciones informáticas, que serían relativamente fáciles de hacer. El tratamiento de la imagen tiene calidades, vibraciones y glitches que para alguien que observe con detenimiento pueden hacerle dudar sobre si son o no reales. Lo mismo ocurre con la voz que frecuentemente queda interrumpida por crujidos y sonidos metálicos fuera de lugar, se fragmenta. De nuevo, hoy hay plataformas de inteligencia artificial a las que les das un texto y, al definirle el perfil de la persona que habla, como si entendiera el texto, la máquina los lee en alto, con entonación y emociones humanas. Dejo al espectador resolver esa interrogante.

De alguna manera, la inteligencia artificial magnifica la tensión entre lo que es real y lo que no, por lo que muy pronto va a ser prácticamente imposible distinguir qué objetos son o tienen una naturaleza indéxica (en referencia a un concepto de la fotografía clásica que proviene de la semiótica de Peirce) y qué objetos son recreaciones.

El bosque, de hecho, viene de una idea muy sencilla. Uno de los inversores más importantes en inteligencia artificial, y que me dedicó mucho de su tiempo para esta investigación, tiene su base, sus headquarters, en Palo Alto. Él la rodeó con un bosque de secuoyas gigantes que no existían, las hizo trasplantar. A mí me pareció una buena alegoría de la creación, de cómo esta gente está inventando nuestra realidad. Su voluntad (y su dinero) crean una realidad artificial transportando secuoyas que miden veinte metros, y no una, sino, no sé el número exacto, pero podrían ser seiscientas, para simular un bosque natural.

El bosque además tiene una naturaleza doble. Por una parte, evoca la estructura de laberinto: nos encontramos ante una tecnología que no sabemos adónde nos lleva, que tiene muchas interrogantes. El video, que circula por este bosque como un dron, no sigue un camino, no sabe muy bien adónde va. Por otra parte, la grabación se sitúa en el invierno, cuando las ramas de los árboles parecen estructuras neuronales, rizomáticas, que se asemejan a los maravillosos dibujos de Ramón y Cajal sobre las primeras neuronas. Todo eso a mí me pareció muy evocador. Además, el invierno permitía mostrar una niebla muy profunda y densa, le daba ese tono de misterio. Como ocurre con todas las grandes infraestructuras, el público en general sabe muy poco de la inteligencia artificial, y menos aún de las implicaciones de lo que hace cuando acepta sus condiciones de uso. Cuando Google o Facebook te piden aceptarlas, realmente nadie se detiene a leer lo que hay porque simplemente es ininteligible. Una niebla espesa nos impide entender. Estamos impedidos de conocer de forma transparente lo que estamos aceptando. Esa es la parte formal del video, y por eso también existe esa sensación gótica en la que, estoy de acuerdo contigo, parece que Frankenstein va a aparecer por la esquina. Y es que van a aparecer muchos Frankenstein por la esquina de la inteligencia artificial, esa es la tragedia.

Además hay un tema de contenido. Este monólogo scripted, no sé cómo traducirlo exactamente al español, es el resultado de muchas horas de hablar con inversores en inteligencia artificial que he conocido personalmente. Lo interesante es identificar cómo piensa esta gente: ¿cuáles son los valores sociales que ellos promocionan y los que intentan eliminar?, ¿cuáles son las implicaciones políticas de lo que están haciendo? Porque, a diferencia de los muy criticados operadores de Wall Street, el inversor en tecnología es mucho más sofisticado, pero también muchísimo más peligroso. El operador de Wall Street es relativamente sencillo de entender: quiere ganar la mayor cantidad de dinero posible sin acabar en la cárcel. Por su parte, los inversores en tecnología, los grandes inversores de tecnología, quieren cambiarnos y cambiar el mundo. Son un ejército de personas que cuentan con recursos ingentes y que son activistas, porque tienen una filosofía, un modo de ver el mundo que argumentan muy bien y que se apoya en la credibilidad de grandes investigadores, científicos, universidades. En el video constantemente se mencionan profesores de Stanford, de Northwestern… Ellos tienen los datos, el conocimiento; es decir, ellos actúan desde la posición de una ciencia que legitima sus creaciones. Esto es también muy gótico: es la ciencia la que crea a Frankenstein.

CM: Hay un momento que, yo diría, es el resorte no solamente del argumento en términos de contenido, sino en términos teatrales, y que es casi narcisista: cuando el narrador se felicita a sí mismo por haber encontrado la frase que lo resume todo: “We are driving the process:  Venture Capital does. Changing the world by creating the future” [“Nosotros dirigimos el proceso, el capital de riesgo lo hace. Estamos cambiando el mundo a base de crear el futuro”]. Hay que verlo en relación con la larga historia del diálogo filosófico como el dispositivo más tradicional y duradero de exposición de ideas peligrosas en la historia del pensamiento. No recuerdo ahora monólogos ejemplares, pero pensaba en el modo en que está planteada tu presentación: al suprimir al protagonista, se vuelve tremendamente desoladora. Uno tiene la sensación de que habría una respuesta requerida imposible de formular, que la ausencia del diálogo es constitutiva a la situación de este monólogo. ¿Cómo llegaste a esta forma?

MdE: Es muy perspicaz lo que apuntas. En el video anterior, también scripted, entrevisto a cuatro operadores de Wall Street y yo participo mucho; para ser exacto, hablo poco, pero les interrumpo mucho, les contradigo, añado una voz de escepticismo a lo que dicen y ellos reaccionan. Encontré ese tipo de interacción en todas mis conversaciones con los operadores financieros, y fue totalmente distinta de mis conversaciones con los inversores en inteligencia artificial. Ellos tenían un discurso que no permitía la interrupción, era un discurso muy enamorado de sí mismo. Tú has apuntado la palabra “narcisista”, que es muy oportuna. Estos inversores hablan desde una posición de autoridad en la que, si no estás de acuerdo con sus tesis irrefutables, es que o no eres muy inteligente o no estás bien informado. Un poco al estilo de la actitud chulesca de Zuckerberg frente al Senado de los Estados Unidos y que pasmó a todo el mundo. Son personas que viven en círculos donde todos hablan el mismo lenguaje y que consideran que el mundo va muy deprisa como para entretenerse en dar explicaciones a los demás. Recuerdo una pregunta que hice en una de estas conversaciones. Dije: “Oye, pero tú que eres tan rico” (era ya al final de una conversación) “¿cómo es que no apoyas el arte?”. El tipo vivía en San José, California, con un patrimonio de cinco billones de dólares. “¿Por qué no apoyas con un poco de dinero a las instituciones, al arte, y haces una colección interesante?” Su respuesta fue: “art is too slow, too inconsequential” [el arte es demasiado lento, demasiado intrascendente]. Su idea es que él no está aquí para perder el tiempo en bobadas, está aquí para cambiar el mundo. Ese desprecio absoluto contra todo con lo que ellos no se identifican es lo que me hizo concluir que tenía que ser un monólogo, que no podía ser un diálogo.

CM: El resultado es que él se vuelve la voz del sistema detrás del sistema. Una forma retóricamente muy lograda ocupa la primera parte del monólogo, al llenarte de evidencia para suprimir la tentación de que resistas. Asumir cosas tan importantes como la erradicación de los corredores de bolsas y los banqueros porque los algoritmos han tomado su lugar, o que en Shanghái empieza a circular un dispositivo de reconocimiento facial que predice quiénes son los posibles criminales, a partir de caracterologías y comportamientos gestuales, etc. Estas son las fantasías que Phillip K. Dick nos ofrecía en Minority Report: está muy cercano el momento en que bastará con ponernos frente a una cámara para que nos diga si vamos a acabar en la cárcel o no. Todo eso se vuelve una preparación para el momento metapolítico, absolutamente bestial, que es la segunda parte del video. No está presentado como una conspiración, sino como la presentación del destino inevitable del colapso total del sistema democrático.

MdE: Para este video entrevisté a un total de diez inversores en inteligencia artificial, de diferentes niveles, pero todos importantes. Es decir, desde el tipo que en la actualidad gestiona el mayor fondo en el mundo hasta gente muy activa en nichos de aplicación de la inteligencia artificial. Mi conclusión es que imaginar un complot es un error. Yo no quiero caer en esa trampa, digamos, clásica y atractiva de que hay una nueva burguesía tecnológica centralizada y poderosa, de carácter oculto y que tiene un plan para someternos, porque este no es el caso. Ya Foucault, en los cursos del Collège de France en los años setenta del siglo pasado, desmontó definitivamente esta teoría en relación con la burguesía clásica. Lo que sí hay, es el poder que se materializa a través de grupos de “especialistas”: financieros, ejecutivos, científicos, juristas, funcionarios… y cada grupo comparte tres cosas fundamentales. Por una parte, un lenguaje común, una forma de hablar; por otra, un conocimiento muy específico y erudito, y por último, una ideología. Y, en algunos casos, la ideología del inversor en inteligencia artificial raya el delirio, en otros, es más “normalita”, pero hay un consenso generalizado de que la humanidad y el mundo que conocemos hoy, se van a transformar radicalmente mediante esta tecnología, y que no nos imaginamos hasta qué punto llegará esa transformación. Y, por supuesto, que ellos van a ser los agentes del cambio.

Dentro de este colectivo hay una competencia feroz y lo interesante es cómo precisamente esa infraestructura tecnológica que los mantienen vinculados optimiza el resultado del grupo, y de alguna manera dificulta el acceso a los que no pertenecemos a ella. De ahí la necesidad de abrir ventanas a lo que ocurre dentro de estos grupos. No hay un plan maestro, no hay un complot para someter al mundo, pero sí la convicción de que ellos lideran el cambio social, cultural y político mediante una tecnología imparable, ajena a la necesidad de consenso y diálogo con el resto de la sociedad.

CM: Este es el retrato de una clase dirigente que tiene una naturaleza animista, en el sentido de que no se están colocando en la figura clásica del soberano, sino que acompañan o son agentes de un proceso. No son ellos los deus ex machina, sino los sirvientes de estos procesos que los rebasan. En este punto, la anonimidad del núcleo de poder se vuelve muy notoria, porque acompaña la absoluta opacidad y las implicaciones que tiene esa oscuridad (además de lo impenetrable e imposible que se vuelve, no sólo en la representación, sino en el seguimiento y la verificación) del conocimiento profundo, del Deep Learning. En algún momento, el monólogo lo describe como una caja negra que es imposible de entender porque no es posible verificar cómo es que llega a sus conclusiones. Se ha generado una especie de agente cuya falta de responsabilidad es intrínseca.

MdE: Para mí, este es un punto fundamental del proyecto y  tiene relación con la serie fotográfica sobre las selfies de inteligencia artificial. Pedimos a una plataforma operativa que se hiciera imágenes de sí misma y el resultado fue sorprendente, bello y terrible.

Un Chief Technology Officer (CTO) con el que trabajé, y que era particularmente culto, me comentó que una plataforma de Deep Learning es como un niño que nace: el niño ya tiene un ego, pero el ego no es nada, el ego es el algoritmo que le introducimos a la máquina a modo de ADN. A través de inputs externos, ese ego va construyendo una individualidad y es por eso que no existen plataformas de inteligencia artificial idénticas. El algoritmo se alimenta de experiencias, imágenes, textos distintos a una velocidad rapidísima y al cabo del tiempo tienes una máquina muy especializada, que hace muy bien una cosa, pero en cambio es muy torpe para el resto. En realidad, este CTO había construido su propia teoría que estaba a medio camino entre Locke y Sartre: la idea de que el ego no es nada, que cuando lo vas a buscar no existe, está vacío, que sólo es una plataforma sobre la que se construye la individualidad a través de la experiencia. Y la gran pregunta es: ¿qué pasaría si esta máquina acabara siendo un ser discursivo y consciente? Porque al final sabemos que es muy difícil definir la consciencia, más allá de la interlocución cara a cara, más allá de la famosa relación de Lévinas con el Otro. Si el Otro te interpela, sobre ti, de golpe, se cargan una serie de categorías morales a las que no estás sujeto, ni con los animales no humanos y ni con las máquinas, y puede ocurrir (recuerda la famosa frase de Lévinas que dice “primero viene la ética y después la ontología”) que nos encontremos por primera vez con la posibilidad de un ente que nosotros hemos creado pero que sea “indesconectable”. La vida inteligente no humana habría llegado por fin a la Tierra, pero no aterrizando en un ovni, sino en la forma de una máquina de nuestra creación.

CM: Es el dilema de la individuación que Kubrick y Arthur C. Clarke ilustran en Odisea 2001: la computadora idéntica a HAL en la Tierra ya no puede verificarla, pues HAL es ya un individuo y su opacidad implica este rostro que es solamente la luz roja de un visor.  Pareciera una lección de Lévinas en tanto encierra la posibilidad de la violencia. Me resulta estimulante tu decisión de escoger el grabado de Goya llamado “Yo lo vi” de Desastres de la guerra como el leitmotiv de tus infraestructuras. Usas ese título para un texto sobre los principios de tu práctica: un grabado donde hay una serie de personas que están mirando una especie de atestiguamiento que no es un atestiguamiento.

MdE: Es muy importante para mí. Proviene de un decálogo que escribí al comenzar el proyecto general de infraestructuras del capitalismo. Mi decálogo no pretende sentar cátedra de lo que debe ser el arte, es sólo una forma personal de aclararme, de no perderme, y por eso le llamo “Principios de una práctica artística”.

“Yo lo vi” de Goya tiene mil lecturas posibles. Para ser provocador, mi opinión es que es una versión anterior y genial del dibujo mediocre de Klee Angelus Novus, que Benjamin convirtió en símbolo del progreso. En Goya, el progreso son las tropas francesas invadiendo España. Traen con ellos el código napoleónico, las primeras academias, la ciencia, las ideas ilustradas… y sin embargo traen también con ellas la desolación.

Si sustituyes la figura del ángel por la del pueblo llano, como hace Goya, son ellos los “ángeles de la historia” y el pensamiento de Benjamin se hace mucho más potente. Parafraseándolo, más o menos, dice: “El dibujo muestra al pueblo huyendo de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente y las bocas abiertas, así es como uno se imagina el ángel de la historia. Sus rostros están vueltos hacia el pasado y, donde nosotros percibimos el progreso, ellos ven la catástrofe”. Mucho mejor, ¿verdad? Para mí, este grabado es la mejor expresión de lo que significa el instante de la contemporaneidad: un momento congelado en que el futuro aún no ha llegado, pero que ya está aquí.

En los trabajos artísticos de investigación es muy frecuente encontrarte con artistas que no saben de qué hablan. O bien porque desconocen los fundamentos técnicos del tema o bien porque ni siquiera lo sienten como algo propio. Otros muchos lo hacen con extraordinaria honestidad. Quiero apuntarte, por ejemplo, que alguien que creo sigue el dictum del “Yo lo vi” es Marcelo Expósito, a quien exponen próximamente en el MUAC. El trabajo de Expósito es duro, pero es de alguien que ha estado allí, que ha vivido lo que explica, y se nota, por eso su trabajo tiene tanto interés.

En general y sobre todo cuando se habla de temas técnicos o científicos, la distancia entre el artista y el motivo es tan grande que se convierte, en el mejor de los casos, en un trabajo formal casi periodístico; en el peor, en una banalidad cara a la galería. Mi objetivo para no perderme es que yo sólo voy a hablar de cosas de las que sé, que he vivido directamente y con las que me siento cómodo discutiendo con especialistas. Por eso “Yo lo vi” es esencial en mi trabajo.

Hay otro punto fundamental en mi decálogo que, de tanto repetirse, se ha vuelto casi banal y es que el arte es una forma de conocimiento. Suena muy bien y se ha convertido en un eslogan que dice todo el mundo, pero la realidad es que se trata de una idea muy compleja, porque te obliga a pensar qué entiendes por conocimiento. No me quiero ir por las ramas, pero me gustaría explicarte dos ideas sobre el conocimiento que me ayudan en mi práctica artística. Ortega escribe, al final de su vida, un texto que no llega a publicarse sobre Leibniz y empieza con una frase que es portentosa, y portentosa especialmente para los artistas. Dice Ortega: “El conocimiento es la contemplación de algo desde un principio”. Así arranca el texto. ¿No es formidable? Fíjate que dice que, por una parte, la contemplación es la condición necesaria para el conocimiento, es una de las dos condiciones necesarias, y la segunda es un principio. Algo en que apoyar la contemplación. ¡Es chulísimo!

Hay otro texto, de Deleuze sobre Nietzsche, que también me da mucho que pensar y dice, más o menos: “Tanto la ciencia como la filosofía (y el arte) son sistemas sintomatológicos y semiológicos”. Y fíjate lo interesante que es para un artista lo que sigue: “Un fenómeno o un objeto es un signo, un síntoma que encuentra su sentido en una fuerza actual y luego al cabo de un tiempo cambia de sentido de acuerdo con la fuerza que se apropia de él”. Piensa esto, por ejemplo, en el contexto de mis infraestructuras: son signos y síntomas, pero, lo más relevante, son las fuerzas que se apropian de éstas, la genealogía de esas fuerzas.

Estas ideas de otros son instrumentos para pensar por qué el arte puede ser un conocimiento relevante en el siglo XXI. Y no es ninguna obviedad, la verdad. Seguro que hay mil otras definiciones, pero yo intento buscar las que a mí me acomoden; cuando pienso en infraestructuras en mi proyecto, dedico tiempo a la contemplación y al estudio desde hipótesis interpretativas. Y busco signos, síntomas y fuerzas en lucha por apropiarse de esos objetos que son las infraestructuras.

CM: Un elemento de tu decálogo[1], algo que parece tan banal que se deja de pensar, es tu argumento de que el arte es un esfuerzo colectivo. Tú planteas una lista de colaboraciones, que incluyen a W.J.T. Mitchell, pero no aclaras su modo de colaboración. ¿Podrías discutirlo? Pues plantea la condición de pensar el arte como una producción de conocimiento.

MdE: Sí, sí, entiendo por dónde vas, porque hasta hace poco yo creo que no te hubiera preocupado. Es cierto que ahora hay un movimiento y ruangrupa, en documenta 15 es un ejemplo excelente, donde la creación colectiva es pura y dura. Yo no estoy ahí, desde luego que no. Y no pretendo estarlo. Debo reconocer que en arte colectivo hay cosas que he visto que son francamente interesantes, pero son en realidad pocas. En general, no digo que sean malas, pero me cuesta mucho relacionarme con ellas y encontrarles el interés. Quizás con la próxima documenta cambie de opinión.

También es verdad que el arte hoy, y sobre todo el arte que tiene más éxito y que no es necesariamente malo, sigue precisando de marcas. Yo no tengo ningún interés en un concepto que considero obsoleto e inútil como es el de artista-marca. Una de las formas de boicotearlo es con la heterogeneidad de mi producción artística; es decir, yo no tengo un signo o estilo que me identifique: “Mira, esto es un Max de Esteban”. Es muy difícil, has de estar muy metido en mi rollo para saber que el trabajo es mío.

Por otra parte, para mi trabajo, me apoyo en mucha gente y me parece debido reconocer al equipo que ha trabajado en un proyecto. Yo pienso mucho en la ciencia. En la ciencia, ¿qué está pasando? Que cada día es más difícil dar un Premio Nobel y acaban dándoselo a dos o a tres ¡y pronto se lo darán veinte! ¿Por qué? El año pasado dieron el Premio Nobel en química a dos personas extraordinarias, dos mujeres que han desarrollado el CRISPR-Cas9: un sistema de modificación genética que va a revolucionar el mundo y va a ser una infraestructura que yo no sé cómo hincarle el diente, pero que algún día lo haré. Bueno, cuando lees el libro de Jennifer Doudna, una de ellas, te das cuenta de que además de ser  una gran científica, fundamentalmente es una Project Manager, una coordinadora de proyectos: ella ciencia, ciencia, ciencia hace poca. Lo que hace es gestionar un presupuesto enorme, cientos de científicos en tres continentes y dirige a la orquesta. Lo que quiero decir es que hoy en día el conocimiento es tan complejo que la idea romántica del científico que hace cálculos en el salón de su casa o el artista objetitos geniales en una buhardilla es ya un poco patética, aunque en el mundo del arte se siga vendiendo bien.

Yo estoy en un punto medio. No quiero renunciar a la responsabilidad final del proyecto, y si esto no sale bien o no interesa, el responsable soy yo, pero hay un montón de gente que me ha ayudado y que, si la cosa marcha, merecen ser reconocidos si así lo aceptan ellos. No quiero pretender, porque ahora esté de moda, que esto es un colectivo que inventamos juntos; no es así tampoco. Yo le dedico el cien por ciento de mi tiempo a esto y la gente que me ayuda lo hace a ratos, eso sí, ratos muy importantes para los proyectos, imprescindibles.

CM: Déjame terminar con una pregunta que, admito de entrada, es excesiva, pero es una pregunta que resultó de ver tu video por quinta vez. ¿Dónde crees que tu obra deja nuestro residuo de la resistencia? A pesar de lo que el texto de Mitchell sostiene al final (la obligación de generar la tecnología y de acompañarla políticamente), me siento un poco derrotado cuando vuelvo a ver tu video.

MdE: Te quiero contradecir, porque soy optimista y te diré por qué. Conozco bien a los gestores de infraestructuras capitalistas: a los operadores financieros, a los inversores en alta tecnología, a los especialistas en fiscalidad internacional… y una de las cosas que te das cuenta es la profunda fragilidad de estos sistemas. Es decir, basta una voluntad política decidida y multinacional para modificar sustancialmente sus formas de funcionar. Su omnipotencia es un mito creado por las propias infraestructuras.

Por ejemplo, recién terminé un proyecto sobre la infraestructura de fiscalidad internacional. Es una infraestructura muy importante porque determina los niveles de desigualdad aceptados socialmente en un régimen capitalista. Pues bien, ha bastado con que el Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, dijera: “Vale, esto se ha acabado”, para que se esté hablando, por primera vez en la historia, de una fiscalidad mínima global, de acuerdos entre países que eviten los abusos más vergonzosos. Me temo que lo que está planteando Biden es algo menor, algo que sinceramente va a afectar a pocas compañías y va a resultar en poco dinero, pero el sólo hecho de implantar algo impensable hasta ayer mismo, demuestra que la voluntad política tiene, aún, la capacidad de predominar sobre la voluntad económica.

No hay que olvidar que, en un país tan conservador como Estados Unidos, Bernie Sanders tuvo un chance, uno serio, y si no lo tuvo más fue porque era viejo, era feo y porque algunas de sus ideas no acababan de cuadrar. Yo sí creo que si la izquierda vuelve a rearmarse, hay una oportunidad significativa de cambiar las cosas.

Te voy a contar una historia personal. Cuando fui a estudiar a Stanford, venía de una formación económica muy de izquierdas, que es la que se impartía en las universidades españolas entonces. Y leyendo aquellos textos marxistas, viejunos, soviéticos, no hacía falta ser muy listo para darte cuenta de que no iban a ninguna parte. En los ochenta, llegando a Stanford empecé a leer a Hayek, Harberger, Friedman… y aunque evidentemente no me convencieron, notabas la potencia intelectual, la bravura, el atractivo de aquellos textos. No había color entre el rollo macroeconómico pasado por Moscú que estudié en España y estos tipos que te hablaban de libertad, de impuestos, de creatividad transformadora: ¡es que no había color! Y encima eran buenos economistas. En aquel momento pensé: “Estos tipos van a mandar los próximos veinte años”.

Hoy hay una nueva literatura económica de izquierdas extraordinaria. Hay una generación de economistas que, para mí, representan una revolución intelectual; lo que ha ocurrido con Biden y el impuesto global no hubiera sido posible sin los Piketty, los Kelton, los Zucman, los Saez, los Pettis, los Milanovic… Esta intelectualidad potente de verdad va a mandar los próximos veinte años si el resto lo hacemos bien, si no nos enredamos de nuevo en filosofías complicadísimas que lo que hacen es boicotear el ideal de un mundo razonable… Razonable es suficiente, porque lo que tenemos hoy no es razonable, es un insulto a la inteligencia.


[1] Ver Max de Estevban, "The Very Simple Principles of an Art Practice"