Jorge Macchi. La cathedrale engloutie: la música como fantasma
Alejandra Aguado
La música es un eco del mundo invisible.
Giuseppe Mazzini
La fuerza de la obra de Jorge Macchi está presente tanto en lo que dice como en lo que calla. Su trabajo oscila, podría decirse, entre grandes presencias y ausencias: casi fantasmal, funciona según lo que se descubre o se desvanece en situaciones que nos dejan perplejos. Entre las grandes entidades o fenómenos que sufren esta manipulación se encuentra el sonido que, en sus obras, se presenta en las más variadas intensidades: desde evocaciones mudas hasta elaboradas composiciones. La particular fascinación de Macchi por La catedral sumergida, pieza para piano de Claude Debussy[1], sirve de punto de partida para revelarnos la intención detrás de estos cambios de estado que sufre el sonido en su obra, además de evidenciar temas recurrentes en su trabajo. Basada en un mito bretón según el cual una catedral emerge de la profundidad del mar en las mañanas claras como recordatorio de una ciudad perdida, la obra de Debussy alude al sonido de sus campanas y su órgano durante el trayecto del fondo del océano a la superficie y luego mientras vuelve a hundirse y alejarse. Podríamos decir que Macchi comparte el rol que asume el artista de descubrir para nosotros algo escondido o de dar voz a algo supuestamente mudo. También es afín a su voluntad de comunicar la existencia de algo como una experiencia sensorial: nada se anuncia ni se describe, sino que se siente a flor de piel. En una progresión similar a La catedral sumergida, la obra de Macchi nos comunica un sonido en ocasiones acallado, tímidamente traído a la superficie como una revelación.
La relación de la obra de Macchi con la música no es casual: pronto lo cautivó y a sus quince años decidió estudiar piano. Su dificultad para leer partituras lo llevaba a estudiar de memoria las piezas que quería tocar, lo que implicaba una dura e infinita carrera contra el olvido. Para el momento de abandonar el piano, la vocación artística de Macchi ya había comenzado a canalizarse mediante las artes visuales. Sin embargo, la música y los elementos que conforman su mundo nunca lo abandonaron y pasaron a ser clave dentro de su obra plástica. En esta anécdota sobre el esfuerzo, la memoria y la repetición indefinida y sin descanso como método para no olvidar se encuentran varios elementos que nos persiguen en sus trabajos como motivo, tema y recurso: el loop o un tiempo circular e interminable que indica la necesidad de la repetición para evitar el olvido; la consciencia y el temor de que cualquier cosa puede pasar en cualquier momento; la experiencia de la pesadilla y del insomnio, una tortura en la que no se duerme para evitar el olvido; la frustración, el desvanecimiento o vaciamiento, el acto de aferrarse a algo tan frágil como la memoria y la persecución. Una colección de pequeños dramas que ocurren entre el amor y el desamor, el encuentro y el desencuentro y que, en su conjunto de obras, exploran temas como el carácter insondable del tiempo, la naturaleza del destino, la fugacidad y fragilidad de la existencia, su carácter últimamente solitario y su misterio.
Podrían ensayarse varias maneras de abordar el proyecto artístico de Jorge Macchi: por ejemplo, desde los medios que utiliza (dibujo, pintura, collage, escultura, instalación, fotografía, video, performance), desde los ejes en que se mueven sus obras (luz-oscuridad, sonido-silencio, vacío-lleno, presente-ausente, azar-destino), desde los objetos cotidianos que elige y que dan orden y estructuran el mundo (mapas, diarios, signos de puntuación, hojas diseñadas para escribir, guías, atriles) o desde la exploración de las ideas más recurrentes (el destino, el vacío, la soledad, la pérdida, el accidente o la frustración). El presente texto intenta hacer foco en obras en las que el motivo música es protagonista auditiva o visualmente, para ir descubriendo, a partir de éstas, estrategias y motivos que hacen del trabajo de Macchi un sitio mágico cargado de sugestiones donde se desdibujan las certezas y se nos invita a ensayar una realidad en la que lo apenas visto y lo apenas oído cobra una presencia compleja, dramática e inusual.
Preludios
En 1993, Jorge Macchi dio forma a la obra Pentagrama: vemos una almohada sostenida contra la pared por cinco cuerdas paralelas que la aprietan por el frente y la atraviesan horizontalmente. Probablemente, ésta es la primera obra del artista en la que se referencia a la música de manera obvia y se la vincula directamente con el sueño —o con la pesadilla o el insomnio—. En un anticipo de la obra sintética y concentrada de Macchi, se nos presenta una imagen en la que los objetos cotidianos exhibidos oscilan entre un grado cero de significación y una elongación imprevisible de las posibilidades de su significado y evocación.
Pentagrama es una de varias obras “mudas”, presencias musicales silenciadas. En estos trabajos sentimos cierta incomodidad, resultado de estar observando un elemento musical en silencio absoluto. En Music Stands Still (2007), vemos una escultura conformada por tres atriles de tamaño natural en cuyas estructuras se lee el juego de palabras del título, y se contradice así la naturaleza temporal de la música, congelándola. Nos mantiene en un limbo entre el silencio y una posibilidad de manifestación del sonido a la que no se llegará nunca. El curso natural de las cosas se frustra y contagia en el espectador un deseo de que ese silencio infinito, esa inmovilidad previa a la existencia, desaparezca. En Nocturno (2004) nos enfrentamos a una suerte de acto de venganza contra el soporte de la escritura musical que se exhibe como dos hojas pentagramadas y fijadas a la pared con un exceso de clavos que no sólo la sujetan casi violentamente, sino que también reemplazan las notas de la melodía citada y derraman sobre las hojas una sombra aguda que las deja bajo un manto oscuro, cubriendo la partitura. 5 Notes (2007) es otra hoja pentagramada que cuelga como tela al viento de cinco cuerdas de alambre que la atraviesan en cinco puntos marcando las notas de una posible melodía a la vez escrita y borrada, agujereada. 85 cajas vacías (2010) está conformada por cajitas rectangulares blancas y negras ordenadas sobre el piso que forman un teclado de piano de tamaño natural, cuya posibilidad de sonar parece haberse perdido: la cavidad de las cajas sugiere un sonido hundido y vaciado en el piso, traspasado a un mundo subterráneo.
Si en estos casos la contradicción es el medio fundamental para generar extrañeza, hay otras obras en las que a ella se suma el hecho de que estos objetos son dominados por fuerzas extrañas. Still Song (2005), que retoma en su título el tema de la inmovilidad, nos enfrenta al imposible hecho de que los haces de luz disparados por una bola de disco que vemos detenida en una habitación ya iluminada dejaron perforaciones en las paredes sobre las que descargaron su luz en un acto impensado de materialización. En el libro de artista La Ascensión (2005), las líneas de los pentagramas de una partitura sin escritura van “ascendiendo” gradualmente hoja tras hoja, hacia al margen superior del impreso hasta colapsar contra él. Shy (2008), por otro lado, consiste en hojas blancas lisas que cuelgan de la pared. Espiar detrás de ellas nos permite ver las líneas que conforman los pentagramas dibujadas sobre el muro, como si hubieran retrocedido buscando refugio bajo el trozo de papel.
Ya en estas obras de gran sencillez, mínimas en su elaboración, reconocemos una estrategia común en la obra de Macchi: la de presentarnos con yuxtaposiciones impensadas en la realidad que disparan visiones reveladoras. Yuxtaposiciones de entidades supuestamente ajenas, distantes y opuestas que se encuentran e impregnan. La revelación no se da en la obra misma, sino que sucede en el espectador: es una idea que surge en la mente resultado de ese montaje en parte casual e inusitado. Aparece como una visión, una alucinación que se da en un abrir y cerrar de ojos y que nos deja sintiendo que, si volvemos a pestañear, probablemente dejemos de ver aquello que acabamos de descubrir y todo seguirá siendo simplemente lo que es.
Como ya lo ejemplifican estos trabajos, lo cotidiano y lo mínimo son punto de partida fundamental en la práctica de Macchi. Tras la fachada naturalista de sus obras se cuela el elemento fantasmal. Lo ordinario, en su obviedad y su habitualidad, nos burla como espectadores, ya que ante su exhibición aparentemente inalterada no podemos sino dudar, mirar mejor y descubrir entonces el elemento extraño. En cuanto a lo mínimo, es la desnudez de lo banal, su presentación escueta, pura, desadornada, magra ⎯la sobriedad y austeridad formal del trabajo que lleva incluso a que lo representacional linde con la abstracción⎯ la que permite a las cosas este juego entre pasar inadvertido u ofrecernos una imagen de ensueño.
En este sentido, y teniendo en cuenta la afición de Macchi por la tradición cuentística del siglo XIX y XX, su obra resulta especialmente cercana en su búsqueda a la del escritor argentino Julio Cortázar: parece lograr, desde las artes visuales, un efecto similar al que se experimenta al leer sus cuentos, en los que, casi sin darnos cuenta, el mundo como lo conocemos se perturba súbitamente por fenómenos extraños. El propio Macchi recuerda que “lo que [le] gustaba de esos cuentos era la capacidad de relatar cosas normales que van transformándose hasta resultar casi una tortura […] esa naturalidad despojada de fluidez”, “cómo algo normal, a través del pensamiento o de una observación, pasa a ser algo extraño”.[2] Algo que, en palabras del propio Cortázar, provoca lo que definió como “sentimiento fantástico".[3]
Nocturnos
Si Pentagrama fue la primera obra de Macchi que hizo una referencia explícita a la música, el primer trabajo con música fue Música incidental (1997), realizado en Londres durante su residencia en Delfina Studios. Aludiendo con el título a la música concebida para acompañar formas no musicales como una obra de teatro o un programa de radio, la obra consta de lo que parecen ser tres hojas pentagramadas de 230 × 150 cm sin escritura y sus líneas se ven aleatoriamente interrumpidas por pequeños espacios en blanco. Acercarse a ellas permite descubrir que estas líneas están formadas por texto extraído de noticias de crímenes y accidentes en periódicos y que los huecos son los espacios entre noticia y noticia. Un auricular cuelga frente a las hojas: por él se transmite una melodía triste, casi lúgubre, ejecutada en piano. Volviendo atrás, los espacios en blanco se descubren como las notas que componen la melodía.
El poder de este trabajo reside en la inesperada coincidencia entre las tragedias relatadas en los artículos, su forma tanto en el pentagrama como en el texto musical y el hecho de que este último desata una melodía que parece compuesta como homenaje a estos personajes ordinarios, víctimas de algún infortunio y de fama fugaz; probablemente, así como perdieron su vida, perdieron la atención del ojo público tan pronto como se publicó el diario del día siguiente. La palabra del título incidental resuena no sólo en su alusión a la música que acompaña un estado de ánimo, sino también al accidente y al azar que llevó a la confluencia de estos elementos. La obra de Macchi quiere probar que en realidad esto no es producto del azar, sino del destino: todo es lo que debió ser.
Esta confluencia se da también entre soporte y sonido. Una y otra vez, la música presente en la obra de Macchi no parece necesitar escritura, sino desprenderse del mismo soporte o estructura que permitiría escribirla: los pentagramas de Música incidental llevan la música inscrita en ellos mismos. Allí se concentra la potencia comunicativa del trabajo: forma y contenido se han vuelto indisociables. Para hablar de un paralelo temprano, podríamos decir que es lo que de algún modo oblicuo sucede en Horizonte (1995), una imagen del tamaño de una postal mitad mar, mitad cielo, cuyo horizonte se extiende más allá de la foto por dos cortos resortes: en la forma de este pequeño objeto se concentra el infinito.
En Música incidental, el sonido se desprende de la lectura de un dibujo o patrón visual. Es recogido de las marcas que deja el orden dado a las noticias y la naturaleza de su extensión sobre el papel: una estrategia que sugiere, de algún modo, que es posible que todo tenga música encapsulada en su propia forma. En este caso, lo que permite descubrirlo es la atención a lo estructural ⎯la hoja pentagramada como soporte de la escritura⎯ y no al supuesto contenido de las cosas. Del mismo modo, en otras obras será lo marginal, la grilla, el fondo, la base o el marco lo que despida esa carga obvia e indescriptible, en una especie de revolución silenciosa de lo inapreciado, de aquello que sobra, que queda, del espectro. En La canción del final (2001) los créditos de una película son los que pasan a primer plano. Borrosas, las líneas de texto van entrando en la pantalla; cada una es un sonido que, deducimos, tiene que ver con su longitud y, de esta manera, generan una pieza musical y se convierten en dibujo-texto. Una estrategia similar de recurso a lo formal es utilizada en Caja de música (2003-2004), un video que, a primera vista, parece el simple registro de los vehículos que circulan por una avenida de seis carriles acompañados por el sonido del objeto al que se refiere el título. Sin embargo, la observación detenida permite darnos cuenta de que es la aparición en el plano de cada vehículo lo que dispara las notas musicales: su sonido surge en el momento en que cada auto rasga o cruza por debajo el cuadro que enmarca la imagen como si éste fuera el cepillo de metal contra el que chocan los remaches de la caja de música (autos, en este caso). El marco y la imagen que enmarca colapsan así en un mismo nivel conformando un dispositivo musical cuya mecánica se descubre al espectador como el ánima que gobierna el movimiento de las cosas.
En trabajos similares a Caja de música, la elección del instrumento musical es clave en la constitución emotiva de la obra, ya que tiene que ver con su poder referencial: el mundo que evoca, todo lo que dice a nuestra imaginación y memoria. Por lo general, los instrumentos y las composiciones (resultados de las escalas elegidas) traen consigo un sentimiento nostálgico, a veces una carga por un lado ingenua y, por otro, oscura y grave. En Caja de música, el instrumento remite a lo secreto y a lo íntimo. Es símbolo del pasado, de algo perdido. El loop al que se somete su música evoca algo eterno, sin tiempo. Además, es un objeto que usualmente se aprecia en solitario, por lo que alude a una experiencia introspectiva y contemplativa de algo preciado. Así, el video comunica toda esta carga simbólica: este orden paralelo, este mundo que nos pasa inadvertido cobra el valor de un tesoro escondido.
De hecho, Macchi ha realizado actos cotidianos con los que activa dispositivos que generan música. Little Music (2008) —pieza realizada con el músico argentino Edgardo Rudnitzky para Prospect 1, la bienal de Nueva Orleans, curada por Dan Cameron— es un buen ejemplo de esto. Para esta pieza, el acto físico de pedalear se descubre como revelador de melodías. Con la intención de crear una obra que entrara en diálogo con la ciudad, Macchi y Rudnitzky fabricaron cinco botes a pedal para que el público pudiera utilizarlos en el Bayou Saint John, similares a los que se utilizaban tradicionalmente en el City Park antes de la devastadora experiencia del huracán Katrina. Según Rudnitzky, la búsqueda creativa se concretó cuando se cruzó con una frase que decía algo como “hasta que la música no regrese a New Orleans, New Orleans no será la misma”, lo que les hizo pensar “en el vacío de música en una ciudad de música”.[4] Esto, combinado con la raíz africana de la población y de la música del lugar, los inspiró para concebir los cinco botes cuyas paletas que giran al ritmo del pedaleo hacen sonar una calimba (“pequeña música” en lengua bantú), versión modernizada del instrumento africano mbira: las paletas tocan las teclas de metal cuyo sonido es amplificado por una caja de resonancia en el bote. La música que genera un bote es para el espectador un hallazgo dulce: un sonido cuyo color dispara asociaciones con lo africano, con la percusión, con lo infantil incluso. Música que despierta y surge del agua, se presenta como acto de devolución, de breve recuperación de algo en lo que resuena el propio ambiente. El loop y la armonía mágica a la que se llega cuando todos los botes están andando se constituye como un eco, un homenaje y, por qué no, como un llamado a aquellos músicos que tras la tragedia no han vuelto. El paseo de los botes a lo largo y ancho del canal hace que la música, para quien está quieto, se aleje y acerque, acentuando aún más la cualidad de presencia sugerida, incluso escurridiza, de la obra. El espectador, por otro lado, se vuelve en esta obra el propio ejecutante: deben participar en la ceremonia que, más allá de su espíritu alegre y ocioso, no puede evitar constituirse en un acto de conciencia social e histórica. Su juego encarna esperanza y optimismo: en la nostalgia expresada, queda encapsulada también la semilla de una música que nace, que vuelve y que suena con la sana liviandad e ingenuidad con la que un niño tocaría música.
Suites
Little Music no fue la primera obra realizada por Macchi en colaboración con Edgardo Rudnitzky. En 1998, de vuelta en Buenos Aires luego de su residencia en Londres y motivado por su interés en el teatro, el artista participó en el Taller de Experimentación Escénica, una iniciativa de la Fundación Antorchas que ponía en primer lugar el trabajo interdisciplinario entre artistas, músicos, escritores y directores de teatro. En él conoció a Rudnitzky, uno de los coordinadores de los encuentros, con quien comenzó una relación de colaboración que continúa hasta hoy. Juntos han realizado las obras Buenos Aires Tour (2003), La Ascensión (2005), Twilight (2006), The Singers’ Room (2006), Streamline (2006), Fim de Film (2007), Little Music (2008) y Last Minute (2009), en las que la colaboración de Rudnitzky no sólo tiene que ver con una composición más compleja de la música o el sonido de las obras y una capacidad más amplia para seleccionar instrumentos en concordancia con el espíritu de éstas, sino que su experiencia como percusionista y su interés en los mecanismos físicos que generan música ⎯en el objeto productor del sonido⎯ les permite trasladarlos a los actos cotidianos y al movimiento en el espacio, aspecto en el que nos centraremos en este texto. Por otro lado, la música continúa cobrando un lugar importante en la ambientación y elaboración del fenómeno que experimentamos como espectadores, amplificando, con la elección de los instrumentos que elige, el contenido de la obra.
En contra de la creencia extendida de que el presente se nos escapa, muchas de las obras de Macchi y aquéllas realizadas con Rudnitzky intentan demorarnos en el presente, que nos invada la sensación de que el tiempo se ha detenido o de que hemos sido capaces de penetrar en una esfera en la que el tiempo corre a un ritmo distinto del común. Este efecto fenomenológico se logra por la exhibición misma del tiempo: los relojes aparecen constantemente consumiendo y exhibiendo el tiempo que deben medir. En este sentido, Last Minute (2009), instalación realizada por Macchi y Rudnitzky para la Pinacoteca de Brasil, concentra, en la rotación de un segundero que cuenta el minuto una y otra vez, esa sensación de perpetuación y exposición del presente. Ubicada en una planta octogonal que hace de cuadrante, la obra consiste en un reloj de una sola manecilla de seis metros de largo, el segundero rojo, que completa su vuelta en un minuto, alrededor de un eje en el centro de la sala. El segundero está rodeado, a su vez, por una baranda circular de sesenta barrotes que, vista desde arriba (la sala de doble altura permite mirar el reloj desde un segundo piso), completa el dibujo del reloj. A medida que da la vuelta, escuchamos un sonido extraño, como una especie de interferencia con agudos y graves, inaudible para nuestro oído, pero que micrófonos y parlantes hacen el esfuerzo de amplificar, como quebrando la barrera del sonido del lado del silencio. Técnicamente, la aguja va leyendo en este minuto la arquitectura, o el piso, para ser más precisos. A nuestra sensibilidad llega la voz de un lugar y de un tiempo medido a través de marcas pequeñas, cuya amplificación lo engrandece y le hace cobrar una presencia contundente y auténtica. En este tiempo, nada pasa excepto él mismo; la renovación de nuestro hábito consiste en que se nos invita a participar de un acto puramente contemplativo en el que se presta atención al tiempo y no ya a lo que sucede en él.
Si en algunas obras se nos impone la apreciación del tiempo en sí; en otras, la experiencia del tiempo es llevada a un extremo más inusual: se ralentiza. El tiempo que conocemos, en el que suceden todas las cosas, pasa por una transformación.
En Twilight (2006), lo fugaz deja de serlo. La instalación consiste en una bombita de luz que se desliza lentamente mientras cruza una habitación y en su trayectoria va apagándose, algo que usualmente sucede en una fracción de tiempo que nos resulta imposible de medir o apreciar. El deslizamiento dura veinte minutos largos y dramáticos durante los cuales, a su vez, escuchamos una música producida por una armónica de cristal (elemento producido por Edgardo Rudnitzky) que se convierte gradualmente en ruido. Una vez que la bombita llega al final de su recorrido, cuando casi sin darnos cuenta su luz se ha esfumado por completo, el sonido que escuchamos es sólo el eco de la música tocada minutos antes, que ya no se ejecuta más. La energía exhibida, eléctrica y melódicamente, se ha desvanecido. El apagón se convierte en una lenta extinción, una especie de letargo que se contagia al espectador de una manera incluso física: se siente que algo se nos ha quitado. La conciencia de la falta de luz tarda también en manifestarse, ya que la vista del espectador va en este tiempo acostumbrándose a la penumbra. Lo que “pasa” va dejando tras de sí una huella: la luz se desdobla en su música y la música en su eco. Cada uno se vuelve espectro del otro. En una extraña dilatación del tiempo en el espacio y de lo que es o existe, en el tiempo.
Además de poner en primer plano el interés de Macchi en la vivencia del tiempo, Last Minute y Twilight ponen de relieve, respectivamente, su interés en la interacción con la arquitectura ⎯instalaciones donde el objeto cotidiano se torna extraño⎯ y en la teatralidad de las puestas ⎯los espacios oscuros con iluminación precisa son una constante en la mayoría de sus instalaciones, que están impregnadas de una sensación de misterio⎯ . Estos dos aspectos se pueden ver combinados como nunca en La ascensión (2005), pieza realizada con Rudnitzky para representar a Argentina en la 51ª Bienal de Venecia. En esta instalación, la simple colocación de un objeto en un contexto determinado desencadena una serie de significados y sensaciones que nos permiten oscilar entre la elevación espiritual y la bajeza terrenal.
La ascensión se realizó en un edificio barroco del siglo XVIII, sede del Oratorio San Filipo Neri. El techo del edificio, de forma casi cuadrada, está decorado con un fresco bordeado por un marco de curvas y contracurvas que representa la Asunción de la Virgen María. Como sucede con la rotación de la manecilla roja, el pedaleo y el bucle de la caja de música, Macchi intervino el espacio con un elemento que alude al movimiento perpetuo: instaló debajo del fresco una cama elástica azul que replica exactamente la forma de éste y se presenta como una especie de versión caída. Durante la noche inaugural, pudo presenciarse un concierto inusual en el que se ejecutó la pieza que Edgardo Rudnitzky compuso para viola da gamba (instrumento de la tradición musical europea) y cama elástica. Un acróbata, que saltaba al ritmo marcado por el compositor y director de orquesta, acompañaba al intérprete que tocaba el instrumento. De hecho, la grabación de esta pieza se escucharía luego como parte de la instalación. En la penumbra de este espacio solemne, de rito, adoración e introspección, la aparición absurda de la cama elástica provocaba pensamientos e imágenes de naturaleza ambigua, contradictoria e incluso burlona, dictados por esta superposición entre cama y techo, tierra y cielo, la ficción del escorzo de la virgen y la realidad material y finita del plano azul, el milagro de una ascenso sin vuelta y el salto que indefectiblemente te devuelve a tierra, lo que sugiere la posibilidad de una caída a algo incluso más profundo. La obra muestra el humor del azul virginal del trampolín, elástico y tentador, opuesto a la inmaculada figura religiosa; el tono solemne y elegante de la viola da gamba junto al sonido crudo y vulgar del rebote del acróbata; el respeto y gravedad que impone el lugar religioso opuesto a la liviandad de un placer mundano y el mero entretenimiento. Un azul a la Yves Klein que sugería la posibilidad de saltar al vacío pero que, en el fondo, señalaba el límite de lo material.
La atención en este tramo vertical, que va de piso a techo, estaba dirigida por una iluminación restringida enfocada en estos dos objetos. C. Auguste Dupin, el personaje del cuento “La carta robada” de Edgar Allan Poe, observa que “si se trata de algo que requiere reflexión, será mejor examinarlo en la oscuridad”, invitando así a analizar un misterio “sencillo y raro”, tal vez “demasiado evidente”. De manera paralela, podría considerarse esta es la razón por la cual la iluminación es tan escueta y precisa en las instalaciones de Macchi, combinando dramatismo con la necesidad de poner en evidencia lo que, por ser tan sencillo, podría pasar inadvertido. En este caso, se muestra en el reflejo entre cama elástica y fresco, iluminados para señalar aquello cuya naturaleza fue penetrada como por un soplo de viento. Más aún, esta luz ofrece a la obra un carácter teatral que acentúa las cualidades performáticas y musicales de la instalación. Y la música, en el rebote sin fin del acróbata, refuerza esa presencia de lo extraño, de lo que se afirma y se niega; se constituye en la misma revelación. Además de aludir a la función original del oratorio y de hacer que el espacio reviva como tal, la música destapa la paradoja. No es fondo ni acompañamiento, sino la ficción y el rito. Así como la sombra se yergue sobre la partitura de Nocturno, el sonido del acróbata se proyecta sobre la imagen de la Ascensión, ensombreciéndola.
La música atraviesa la práctica de Macchi como forma y contenido, haciendo resonar la existencia de una naturaleza que desconocemos y otorgándole orden. Viste y desviste el objeto o la dimensión cotidiana en la que el artista decide enfocarse, dándonos una pauta para penetrar en ese mundo paralelo que se nos propone. Su naturaleza temporal y emergente ⎯el hecho de que “sucede” en el tiempo⎯ acentúa el carácter visionario y misterioso de la obra de Macchi, ya que podría decirse que ésta acontece en el momento en que vislumbramos en nuestra conciencia esa presencia extraña, esa imagen sorpresiva, esa convivencia de lo contrario. En paralelo, como un fantasma —y como esa catedral referenciada por Debussy que resurge en memoria de una ciudad perdida—, la música se presenta como aparición, como consciencia, como espejismo y duplicación.
En su ensayo “Imagen y texto”, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer sostiene que el arte de su tiempo (y del nuestro) tiene algo que decir y que sus mensajes están concentrados en “gestos”: “What a gesture expresses is ‘there’ in the gesture itself”, escribe Gadamer, “A gesture is something wholly corporeal and wholly spiritual at one and the same time. The gesture reveals no inner meaning behind itself. The whole being of the gesture lies in what it says. At the same time every gesture is also opaque in an enigmatic fashion. It is a mystery that holds back as much as it reveals. For what the gesture reveals is the being of meaning rather than the knowledge of meaning”.[5]
Los trabajos de Macchi parecen reproducirse en una cadena de gestos, de enigmas que reconocemos pero que no llegamos a comprender en su totalidad, de alertas que nos indican que hay algo más allí. Si, por otro lado, “la música comienza donde acaba el lenguaje”, como se atribuye el dicho al autor romántico E. T. A. Hoffman, ésta no hace más que reforzar, en la obra de Macchi, esta capacidad suya de sugerir, de comunicar de modo tal que la audiencia reconozca lo expuesto e intuya su presencia, pero no logre penetrarlo del todo; de colaborar al propagar sensaciones, más no conocimiento, y permitiendo que éstas comuniquen con el poder de la verdad que nos habla convincentemente en la poesía, lo imaginario y la misma música.
[1] En entrevista inédita con la autora del 15 de octubre de 2010, Jorge Macchi anotó, respecto del estudio del piano: “En esa obra hay muchos elementos que para mí fueron constantes: el sonido, el agua, la relación entre el sonido y el agua, el desvanecimiento”.
[2] “Jorge Macchi by Edgardo Rudnitzky”, in Revista BOMB, Nueva York, Estados Unidos, 2009.
[3] Julio Cortázar, “El sentimiento fantástico”. Disponible en http://www.juliocortazar.com.ar/cuentos/confe1.htm.
[4] Correspondencia con la autora, 29 de noviembre de 2010.
[5] Hans-Georg Gadamer, The Relevance of the Beautiful and Other Essays, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, p. 79.
*Este texto fue originalmente publicado en el catálogo de la exposición Music Stand Still en el S.M.A.K, Bélgica, 2011.