“Regresar a una casa que tampoco fue mi casa”.
Una conversación entre Laureana Toledo y Cuauhtémoc Medina


 

Cuauhtémoc Medina (CM): A grandes rasgos, la creación en 2005-2007 de esa banda temporal y ficticia o improvisada que fue The Limit inició la trayectoria de tus investigaciones sobre los márgenes del rock y su desplazamiento hacia un lugar inesperado. La idea de juntar a los miembros de cuatro importantes bandas de rock en México[1] y llevarlos a Sheffield para tocar covers de grupos de esa ciudad británica no era tanto una broma, sino el intento de generar un descentramiento en esos artistas —que repentinamente tenían que empezar desde cero en el pub— y en los públicos que se enfrentaban a una reflexión de su cultura, que de pronto adquirió un valor inesperado. También era un intento de explorar el lugar que tiene ese género despreciado por la experiencia cultural: el cover. Yo tengo la impresión de que algunas cosas que habías considerado como tus gustos personales, tus hobbies, tus curiosidades, se convirtieron en un campo de investigación artística.


Laureana Toledo (LT): Definitivamente creo que, como dices, hay un antes y un después de The Limit. Había trabajado asuntos relacionados con músicos, nombres, pintura, escritura, pero todo el tiempo estaba dialogando con gente muerta. Intuitivamente salí de ese lugar de contemplación para trabajar con personas y situaciones vivas y actuales. “A ver: estas personas están vivas, el arte está vivo, la música está viva, estoy viviendo con un músico, todo mi entorno es esto, ¿por qué me retiro a hacer dibujitos de poemas de un hombre que escribió hace cien años?” También era como arriesgar una serie de premisas que no había explorado hasta entonces: de repente vas, tocas en vivo, no sabes si te van a tocar tomatazos, ¿no? Hay un riesgo, una interacción con gente que está viva, donde hay una reciprocidad y un interlocutor, una serie de cosas que ocurren para mí, para ellos, para el entorno. Todo mundo se encontraba en un lugar incómodo y eso me interesaba muchísimo. En cuanto planteé esta pieza, lo primero que hice fue ir con mis amigos y preguntarles: “¿Qué grupos son de Sheffield?” Y todos sabían mucho: que si éstos, que los otros, que hay unos rarísimos que todavía no la pegan como los Arctic Monkeys. Me di cuenta de que había toda esta veneración: uno como mexicano sabe perfectamente dónde está Sheffield, quién toca en Sheffield, en qué año hicieron otro grupo, etcétera. Al contrario, a estos músicos que llenan estadios en México —Zoé, Café Tacvba— nadie los conoce allá. Fue un primer punto de partida, como de: “voy a poner aquí un alfiler en este asunto y luego lo voy a usar”. Entonces, a partir de eso, llegó luego otra pieza, Correspondencia de 2008.


CM: La de John Taylor, quien forma parte de Duran Duran, ¿verdad?


LT: Sí, es el bajista de Duran Duran. La obra tenía que ver también con esta geografía inglesa. Cuando una llega a un pueblo en Inglaterra para hacer una pieza se pregunta: “¿Qué conozco yo de aquí?” Yo no sé nada de Birmingham, pero lo que me han exportado de este lugar es la música. Así empiezo a hacer esta pieza muy… no sé, pues tan poco alentadora como Birmingham mismo. Yo andaba persiguiendo bajistas llamados “John”, entonces alguien me dio el correo de John Taylor y al final fue al único que tenía a bordo. Y dije: “Bueno, pues hagamos limonada”. Me metí así, con todas estas reflexiones que yo ya traía, como que el bajista es un ente secundario dentro del grupo y la mujer artista mexicana, haciendo una pieza, también es un ente secundario. Era una idea desde la periferia, de cómo meter ahí la fragilidad: quitar este centro y dejar toda la estructura que se había formado alrededor. Así fuimos hilvanando y tejiendo esta pieza, que en realidad hablaba de un lugar no existente alrededor del centro y de las distintas relaciones posibles con el centro, a partir de experiencias tan disímiles que se volvían casi iguales.


CM: Efectivamente hay un punto en donde tu técnica, por decirlo de alguna manera, contiene siempre este momento de “abstracción”, que consiste en retirar el foco de lo principal y establecer la importancia en lo periférico. La biblioteca se funde con el backroom. Describes una situación que es muy sorprendente, el nivel de erudición, la pasión archivística, la búsqueda de genealogías que ocurren en ese backroom. Naturalmente el siguiente paso es el modo en el que Mick Jones, el guitarrista de The Clash, se te aparece como agente importante porque tiene una biblioteca, tiene un archivo. Lo que lo hace notable no son las guitarras que rompió, las orgías que protagonizó, ni siquiera las canciones que llegaron al número uno de los hits de la BBC en 1977, sino el hecho de que es uno de los sabios de la tribu. ¿Podrías hablar un poco de cómo conoces a Mick Jones como un archivista peculiar?


LT: Bueno, antes de empezar con la anécdota, diría que al terminar la pieza con John Taylor —y ahí regreso al alfiler que había puesto al principio— me doy cuenta de que estas dos piezas relacionadas con el rock, con este conocimiento de la cultura ajena, de la historia y la geografía a partir del rock, tienen además otra cosa en común, que es cómo nos miramos unos a otros. The Limit era la forma en que nosotros los miramos a ellos; Correspondencia, la obra con John Taylor, es cómo nos vemos los unos a los otros. Cuando empiezo a pensar en la pieza con el archivo de Mick Jones, yo lo que digo es que, claro, a partir de esa colección el asunto tiene que ser cómo ellos nos ven a nosotros. Se vuelve un triángulo, aunque ya no sé bien en qué momento lo empecé a armar como una especie de trilogía.

Yo conocí a Mick Jones aquí en México, cuando vinieron a abrirle a U2 en 1992.  Todo el tiempo que estuvimos conviviendo, hablamos de libros, de música, de cultura… No volví a verlo en muchos años, pero cuando estaba en residencia en Gasworks, me invitaron a una exposición con parte de la colección de Mick Jones. La intención era montarla como una especie de biblioteca en el Chelsea College of Arts. Entonces fui y le dije: “¡Güey, ¿qué es esto?! ¡Esto es una joya! ¡Cuántas mierdas tienes!”. Y me respondió: “No, eso no es nada, tengo ocho bodegas llenas de esto”. Entonces a mí se me iluminó la mirada y pensé: “¡Yo tengo que entrar ahí!” Cuando entré, lo hice sin saber exactamente qué estaba buscando, pero se fue armando. Lo que yo quería encontrar era cómo este centro, a partir de su cultura popular —de los libros, los discos, las películas, las revistas, etcétera—, veía a toda su periferia: a mujeres, negros, indios, esclavos. Esa taxonomía que tanto le gusta al inglés. Y se volvió el asunto de lo que fui a buscar en esa colección. Ese archivo no tiene ningún orden, hasta el número de teléfono que le di en el 92 estaba ahí, ¿sabes? Tiene todo, guarda todo. Sin embargo, se guía por ciertos temas: un anaquel con “Historia de Londres”, otro anaquel con “Segunda Guerra Mundial”. Pero no existe este orden como de biblioteca: había un libro de geografía junto a otro de monedas antiguas, el folletito de Jubilee de la reina… se van haciendo asociaciones chistosas. Muchas veces describí este proyecto con la palabra minería. Y él estaba muy de acuerdo con que The Clash interrumpiera lo menos posible en todo ese proceso. O sea, The Clash aparece en lugares muy pequeñitos: London Calling sí, llamando a los faraway towns, o canciones como “Charlie Don’t Surf”, que alude a la guerra de Vietnam. Mucha gente aprendió geografía por The Clash, por ejemplo, quiénes eran los sandinistas, dónde queda Nicaragua. Él estaba muy contento. Yo le pregunté: “¿Lo menos que se pueda de The Clash?”, y me contestó: “Sí, sí, no pongas nada”. “Bueno, algo tendré que llevarme para el público”, le dije.


CM: Que uno entienda que la cultura contemporánea del rock y del punk han sido formaciones poscoloniales es algo en lo que no se insiste lo suficiente. Esa música fue un espacio constante de negociaciones raciales y de culturas diversas.   Es muy interesante que los diálogos que produces sean no solamente en la periferia, sino de lugares mitificados de la periferia. Hay algo sobre tu interrogación del rock punk mexicano que tiene también esta condición de investigación de una etnografía avanzada. Hace unos años tomaste el Museo Experimental el Eco, la Barra Eco, para revivir a un fantasma: el tiempo en que ese espacio era un centro cultural tomado por el CLETA (Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística), unos bárbaros revolucionarios punks marxistas… También se evocaba un lugar que era mítico y no recuperable.


LT: El paso del tiempo era increíblemente visible en ese evento. Como paréntesis anecdótico: el Eco súper arreglado, pintado en el perfecto “amarillo Barragán” o lo que sea, ya no tenía nada que ver con el Foro Isabelino y cómo era cuando estaba tomado por CLETA, que dejaba tocar a los punks. En cuanto a los músicos que asistieron a ese lugar después de 30 años: uno no llegó porque tenía problemas con una diálisis que no le habían hecho bien, y entonces tuvo que tocar otro grupo, que justo habían atropellado al cantante. Era un parchadero de músicos tocando ahí, con muletas y los brazos enyesados. ¡Fue un toquín buenísimo!


CM: Es interesante entender ésta como una cultura llena de laberintos. En ese punto encaja tu instalación Orden y progreso de 2015. A veces he pensado que tu interés en Sheffield y en Birmingham es un poco la proyección de Tehuantepec en Inglaterra: un lugar de donde han venido todos, pero adonde nadie quiere ir. Es casi una definición. Orden y progreso es el intento de convertir el proceso de deterioro ocasionado por la modernización de ese lugar mítico en el punto de partida para una producción sensible. Ése es el núcleo del rock: la conversión de un deterioro modernizado en sensación. ¿Podrías hablar un poco de cómo se origina ese gesto bastante excéntrico y descentrado?


LT: Sí, bueno, ya ubicándolo así, creo que es como voltear a ver aquello que nadie está viendo. Cuando todo mundo está deslumbrado, pidiendo su autógrafo al de The Clash, yo digo: “Este libro es el que más le gusta”. Al ser yo del Istmo, por supuesto que tengo una relación con el lugar, con las historias… He ido mil veces a las velas y a ver a los muxes, a la familia. Pero justo “regresar otra vez al Istmo”, ahora con un proyecto que hacer, es un extraño regreso a casa, a una casa que tampoco fue muy mi casa. No es como mi hermana Natalia, que sí habla zapoteco, que vivió ahí: yo iba siempre de pasada. Pero sí hay algo muy entrañable y muy mitificado, empezando por mi padre y cómo glorificó ese lugar. No sé si él también se compró ese cuento del mítico Tehuantepec.

Un día fui al archivo de Weetman Pearson —quien proyectó el ferrocarril transístmico para Porfirio Díaz— en el Science Museum de Swindon, Inglaterra, un poco por curiosidad, y saqué algunas fotitos que estuve cargando mucho tiempo en el teléfono. Entonces decidí hacer un proyecto con ese material y con la situación actual del Istmo. Cuando llegué ahí pasaba algo que nadie estaba viendo, salvo los locales o los activistas, pero no la gente que va a fotografiar o que va a hacer documentales, no la gente que está hablando desde la cultura. Con el pretexto del tren transístmico, me puse a ver todo lo que ocurre en Veracruz con el petróleo, la devastación, los basureros, el tren y los migrantes… Todo se vuelve una tierra baldía, abandonada, y a la vez está todo el mundo bailando, con las flores, con el huipil y la enagua. Es una disociación muy extraña. Me enfoqué en estos pequeños asuntos, que no son nada pequeños pues, pero que no están tan armados como el discurso de “la mujer feminista en el Istmo, los muxes se liberaron”, que es lo que todo mundo va a consumir al Istmo. Hasta se burlaban de mí: “Laureana, antes de ir a la iglesia, va al basurero.” Me pareció interesante poder hacer esta historia, muy apegada a mi historia personal o a mi territorio, y hacerlo también desde este lugar donde observas esta periferia, que cuando se articula, se vuelve central y absolutamente imprescindible hablar de ella.


CM: Un elemento que puede ser complicado de tu trabajo es precisamente evitar la simplificación, salirte del lugar común y hasta tener una práctica que no es reconocible de manera inmediata. Yo no creo que lo hagas por el gusto hacia la dificultad o porque quieras ser esotérica, sino porque, en cierta manera, te parece importante preservar el momento de indecisión, de potencial y de duda que todas estas obras involucran siempre. Esto te conecta con la fotografía, que parece muy sencilla, tiene la plenitud de la observación, pero en realidad, cuando uno empieza a pensarla o a tratar de justificarla, se convierte en una enciclopedia tremenda para sostener una imagen mal tomada.


LT: Sí, hay algo ahí en donde tener un estilo o una marca para mí sería muy fácil, y como que a mí las cosas fáciles no me gustan mucho. Yo creo que hay una parte de choque, de tensión. He hablado de la fragilidad, y a mí me interesa muchísimo balancear el discurso con esa fragilidad. Sé que es algo que en muchos momentos actúa en contra de la obra o de la carrera, porque no dicen: “Mira, ahí va la que siempre hace bolitas o la que hace cuadritos”. Incluso el libro The Limit fue una forma de sacarme del encasillamiento de ser “la chava que hace grupos de covers”. Yo soy muy elusiva en ese sentido y voy muy rápido. Entonces también es difícil seguirme el paso, pero hay una coherencia y una lógica, que no sé si se entienda del todo.


CM: Yo sí la percibo. Uno puede darse cuenta cuando está viendo un trabajo tuyo de que es parte de un universo que ha creado Laureana Toledo. Pero no lo ve como si ese fragmento fuera una mónada, en el sentido de que uno ve el todo en esa gotita de agua o como parte de un rompecabezas. Finalmente, habrá que decir que las imágenes de los videos que presentamos en Sala10 son las imágenes de la investigación en Tehuantepec y tienen un cierto proceso. ¿Cómo lo decidiste, más allá de aparearlas con la música de Mick Jones?


LT: En realidad, la música fue lo último. Empecé a hacer estas ediciones pequeñitas, tomas alternas de la pieza principal (que fue la que monté en el auditorio del MUAC en 2015), y justo en 2015 él sacó un disco súper raro, para una exposición en Venecia, como de música de soundtracks para películas inexistentes. Lo estaba oyendo mientras editaba y había un choque interesante. Entonces le dije: “Déjame usar una de estas canciones” y eso fue todo.

Tomé una decisión: realizar fotos que confundieran estos dos tiempos. Tengo la posibilidad de hacer que 1907 y 2007 sean el mismo lugar fotográficamente. No iba a conseguir una cámara de 35 mm gigantesca, así que todo está tomado con una cámara de plástico, un poco truqueado: muchas de las imágenes se hicieron con film de película fotográfica. Hice el cinito en rollos de 35 mm, en una camarita de esas que venden para los niños en los museos, una Holga chiquita. Por eso el look viejo, de película vieja, donde ves el caballo, ves la eólica; pero entonces te detienes y dices: “No, pero en 1910 no había eólicas”.

Sobre la aparción del caballo en la pieza: de las muchas fotos que traje del archivo de Pearson, mi favorita es un paisaje donde entra a cuadro la cabeza de un caballo. Nada más la cabeza, sería la primera foto que alguien más desecharía. Pero yo la vi y dije: “Ésta es mi foto, mi guía”. Había una parte casi orgánica: “A ver, ¿este caballo por qué se coló por aquí, después de cien años?”. En realidad es un truco, como de estar buscando ese caballo que tal vez fuera su descendiente. Eso es lo que más me gusta: un error fotográfico de encuadre de repente se volvió una guía… En esta investigación quise comparar el tren con Pearson, con Profirio Díaz, que era la promesa de orden y de progreso… La promesa se volvía exactamente igual que la promesa de los campos eólicos ahora, la energía renovable: “todos vamos a estar mejor con energía limpia, bla bla bla”. Es el mismo engaño, ¿no?

 ¿Qué es “entonces” y qué es “ahora”? Porque todo el asunto político y social es el mismo, entonces como ahora se sigue explotando la tierra, chingando a los locales, saqueando todo.

 


[1] Quique Rangel de Café Tacvba, Julián Placencia de Disco Ruido, Diego Suárez de Bengala y Sergio Acosta de Zoé.