Meter la mano en la oscuridad
Una conversación entre Carlos Amorales y Cuauhtémoc Medina
Cuauhtémoc Medina (CM): En 2016, Adrian Notz convocó a los eventos de celebración por el centenario de dadá en el Cabaret Voltaire, en Zúrich. Creo que, como a mí, la idea de que ya había pasado un siglo desde que Emmy Hennings y Hugo Ball crearon un “centro de entretenimiento artístico”, como lo llamaron en sus envíos a la prensa, debió estremecerte. Visitar la ordinaria casa de Spiegelgasse 1 en Zúrich y luego caminar cuadra y media hasta el sitio donde vivió Lenin en la Primera Guerra Mundial es una de las grandes peregrinaciones que puede hacer alguien que se siente atraído por el fantasma de la vanguardia. Sin embargo, no puedo imaginarme qué significó ser invitado a actuar en el mismo lugar donde Richard Huelsenbeck, Tristan Tzara, Marcel Janco, Hans Arp y Sophie Taeuber-Arp se propusieron asumir la debacle del mundo en actos, palabras y guturaciones.
Carlos Amorales (CA): La oportunidad de presentar un performance poético/musical en el mismo lugar donde nació dadá fue algo impresionante. Me asombra cómo, lo que ocurrió en un espacio tan insignificante y durante una corta temporada, tuvo enormes repercusiones, primero en la cultura europea y luego en el resto del mundo. Unos años antes, en 2008, trabajé por primera vez en el Cabaret Voltaire, cuando Adrian me invitó a revisar la obra de Hans Arp. Aquella fue una de las experiencias más fructíferas que he tenido con un curador: durante siete días viajamos en tren por los distintos lugares en los que vivió y trabajó Arp en Europa, y en donde ahora están resguardados sus archivos y su obra. Visitamos las distintas fundaciones Arp en Locarno, Clamart y Rolandseck, y el Spengler Museum en Hannover, entre otros sitios. El viaje empezó en el Kunsthaus Zürich, donde consultamos las revistas dadaístas de su biblioteca. Sostener esos ejemplares entre las manos fue revelador: un grupo de jóvenes artistas y poetas los había realizado con muy poco presupuesto, en la imprenta del barrio, sin ningún lujo y sólo con lo indispensable. En esas revistas habita el germen de lo que en los años setenta fue la revolución cultural masiva del punk, postura que aún sigue palpitando. Ese poder tuvieron el dadaísmo y el Cabaret Voltaire: hacer de casi nada algo sumamente potente, por eso considero relevante beber directamente de esa fuente.
CM: Me asombra que, aunque tu investigación para Cabaret Voltaire tuviera su origen en el archivo, el resultado se aleje de recuperar materiales dadaístas originales. Tu intervención está definida por dos o tres pasos que no son lógicos y resultan precisos para este caso. Formaste un grupo de música post-punk llamado Cyclops, conformado por Philippe Eustachon, Enrique Arriaga y tú mismo. Con ellos interpretaste piezas basadas en textos tardíos de Antonin Artaud durante una tocada. El mero hecho de pensar a Artaud tomando el micrófono de un grupo post-punk era explosivo; sin embargo, en la segunda presentación de 2017, se organizaron en torno a un texto exacto, provocativo y sin temporalidad. Te confieso que nunca he podido localizar los textos de Artaud que usaste. ¿Podrías contarme cómo fue el proceso? ¿Cómo llegaron a las conclusiones que dieron lugar a ese programa?
CA: La investigación sobre Arp desembocó en una exposición en el Cabaret Voltaire en 2009. La propuesta para presentar el performance surgió casi diez años después, porque en realidad nunca dejé de colaborar con Adrian. La invitación inicial trascendió fechas de inauguración oficiales y espacios definidos.
El trabajo con Cyclops se divide en dos partes que ocurrieron con un año de diferencia, en 2016 y 2017. La primera fue el concierto por el centenario, donde nos presentamos sobre un escenario piramidal de cobre fabricado por Una Szeemann, el cual golpeamos rítmicamente con micrófonos, de manera brutal y primitiva. La segunda fue al año siguiente, con una banda ya estructurada, que es el video del concierto que presentamos en el MUAC en 2018 durante mi exposición. Es decir, hay dos partes: una conocida y la otra desconocida.
Para esta obra, partí de la premisa de cómo hacer una película musical lo más barata posible. El texto de Artaud en el que me basé se llama “Histoire vécue d’ArtaudMômo”, una conferencia que pronunció en 1947 en el teatro de Vieux Colombier, invitado por André Gide, como un retorno a la sociedad. La leyenda cuenta que, como Artaud estaba nervioso ante la sala llena y expectante por escucharlo, se le cayó el manuscrito de las manos y perdió el orden del texto. Tomé este material y se lo di a la poeta Tania Carrera y a la artista plástica Elsa-Louise Manceaux para que juntas lo recortaran a la manera de Burroughs y compusieran cinco canciones de rock en inglés. Aplicamos un acto antiartístico y sacrílego al texto de Artaud. Posteriormente, le di estas canciones al actor francés Philippe Eustachon y le pedí que las cantara en inglés (con su terrible acento francés) y que aprendiera a tocar la trompeta. Para su imagen utilicé como referencia una hermosa fotografía de Chet Baker, tomada por Ed van der Elsken, en la que se ve al legendario trompetista junkie gesticulando en pleno performance.
Aunque todo el gesto resulta dadaísta, las cinco canciones tienen un orden: recuerda que se trata de un musical. Éstas son The Lie, My Body is Mine, Friends and Enemies, Society Eater of Consciousness y The Masses. Las letras funcionan como un zoom out de lo individual a lo colectivo, de la persona a la masa. En 2017, Enrique, Philippe y yo viajamos por segunda ocasión a Zúrich, nos encerramos tres días en el sótano del Cabaret Voltaire y extrañamente al final salió el concierto de manera perfecta, como si supiéramos tocar nuestros instrumentos y como si conociéramos las canciones, cosa que de ninguna manera controlamos. Tal vez sucedió así porque Philippe, al ser un actor francés, no pudo sacudirse de encima a Artaud y se dejó poseer y guiar por su espíritu. Tienes que entender que para mí Artaud no es un fetiche, es sólo una manera de meter mi mano dentro de la oscuridad.
CM: Es una posesión fantasmal. La grabación de 2017 tiene la calidad de un acto irrepetible, un trance entre cuerpos atravesados por las provocaciones de las palabras. Philippe parece, por momentos, con todo y sus rasgos orientales, una especie de Artaud renacido. ¿Quién es?, ¿cómo lo reclutaste? ¿Aplica alguna técnica teatral o la caracterización emerge también de una espontaneidad inexplicable?
CA: Philippe es el fantasma de un campesino vietnamita que me encontré atrapado en un elevador, en París. Para que yo lo liberara, el espíritu se comprometió a aparecer en siete de mis películas, de las cuales ya llevamos cinco. La historia de Philippe es muy interesante porque comienza durante la guerra de Vietnam. Cuando el Vietcong llegó a la hacienda donde trabajaba su padre, fusiló a todos los hombres. Como los guerrilleros tenían prisa porque sabían que el ejército del sur rondaba cerca, no les dieron el tiro de gracia y de esta manera sobrevivió el padre de Philippe. Su padre era un huérfano que había sido adoptado por un hacendado colonial francés, quien le había dado su nombre y apellido. Sin duda, el nombre cristiano lo condenó a muerte ante el Vietcong, pero al mismo tiempo le salvó la vida frente a las autoridades francesas porque pudo ingresar en un buen hospital y emigrar a Marsella con su familia. Por eso Philippe tiene un nombre tan francés, y es bien francés, aunque a la par es completamente vietnamita. Tal vez por esa razón pudo meterse tan fácilmente en la piel de Antonin Artaud, porque desciende de un hombre que puede transformarse en francés o en vietnamita según quien lo mire.
CM: Como sabes, desde el primer momento en que vi los filmes donde Philippe aparece frente a tu cámara, me impresionó la forma en que su cuerpo toma el control retórico de la escena: se convierte en un signo de la provocación a lo largo de décadas. Ese acto de brujería depende, por igual, del encantamiento que Enrique Arriaga y tú generan, con un sonido que tiene mucho de ritual ancestral, en la mejor tradición de las acciones de Hugo Ball y Tristan Tzara. Me emociona el poder que tiene la economía de medios, en términos de la riqueza de textura y materialidad. Por ejemplo, en el primer video, Adrian Notz recita un texto casi inaudible, que por momentos sugiere el relato de Artaud sobre los tarahumaras, mientras Enrique y tú llevan la secuencia rítmica al golpear con un micrófono la superficie de una escultura escenográfica, en la primera presentación, y en la siguiente contra una batería. Espero no alucinar que tanto tú como Philippe castigan al micrófono como una especie de falo. Phillippe lo masturba casi con las uñas mientras lo sostiene en la ingle, y tú lo deformas a golpes hasta aplanarlo, como si fuera el pseudópodo de un invertebrado. Esta música es autodestructiva, un ritmo del final de los tiempos. La música es muy relevante en tu trayectoria, al punto de que entre tus proyectos más amplios y exitosos se encuentra el desarrollo conceptual y comercial de la disquera Nuevos Ricos. Sin embargo, hay algo en la violencia contenida de Cyclops que parece representar un punto de llegada y un fin, sino es que un cul de sac. Háblame de estos cíclopes que, como en la Odisea, parecen convocar la ceguera y la astucia de “nadie”.
CA: El cíclope es la fuerza colosal de las olas, la cual atrae a la barca y hace que se estrelle contra las rocas. Para este proyecto, la imagen del cíclope está inspirada en la portada de un disco en vivo de Bauhaus, una banda gótica ochentera, en la que vemos al cantante sosteniendo un címbalo como si fuera una máscara, de manera que el agujero del platillo parece el ojo de un cíclope. Esta imagen me persigue desde la adolescencia y la he utilizado en distintas obras, como en el cartel conmemorativo del concierto en el Cabaret Voltaire que presentamos hace un par de años en el MUAC, con la imagen de un smiley superpuesto a la imagen de la portada de Bauhaus. Se trata de un imposible crossover musical entre el rock gótico y el acid house, que fueron visiones musicales y subculturales contemporáneas, pero radicalmente opuestas. En este sentido, me parece muy interesante que definas la música de Cyclops como destructiva: lo es de una manera literal, ya que está hecha de golpes rítmicos de micrófono. Golpear accidentalmente el micrófono es algo que los músicos evitan porque el golpe se amplifica y lastima los oídos. La idea de armar un ritual y luego una banda que resuena a partir de estos golpes de micrófono amplificados es algo sádico, sádico con el público y con uno mismo que está tocando. Como eslogan publicitario escribiría: “Que Cyclops te la meta por las orejas”.