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Diez años de sida

Olivier Debroise

Diez años más tarde, diez largos años después de su primera aparición oficialmente registrada por la ciencia y por la prensa, del inicio de la guerra psicológica y el bombardeo de informaciones parciales y contradictorias, cuyas consecuencias, cuyos daños aún resuenan, el sida (quitemos las mayúsculas, inoperantes en unas siglas ya lexicalizadas) ha dejado de ser noticia, desplazado de las primeras planas por guerras, enfermedades más corrientes, crímenes espectaculares... El sida se ha banalizado, se ha convertido en estadística (¿hay algo menos aterrador que una colección de cifras sin referente?), sino en una rima (sida/vida/movida), y sirve, con creces, con su dosis de latente oprobio, de patetismo, el argumento de piezas dramáticas y, por los tiempos que corren, de apoyo narrativo en varias telenovelas. 

Ello significa que hemos aprendido, en estos diez años, a convivir con la enfermedad: a respetarla, a comprenderla y también a frecuentarla, a reír con ella y a olvidarla (el olvido, en este caso, es signo de salud, necesidad dictada por el instinto de sobrevivencia y la frecuentación cotidiana). Del escándalo y el anatema a la aceptación generalizada, a la banalización —quizás las dos caras de la misma moneda—, sólo hay un paso que ya se ha dado sin que nos demos cuenta.

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Hace diez años, las asociaciones y los grupos de acción homosexuales —los primeros en estar comprometidos por el mal, acusados por una opinión pública que encontró sus chivos expiatorios— iniciaron una batalla frontal, encarando la satanización, enfrentado las responsabilidades que se les atribuían, con una entrega y una conciencia admirables, sólo comprensibles quizás en la perspectiva de una larga y trágica historia de segregación e ignominia. 

Fueron los únicos, prácticamente, en organizar una atención digna a los más necesitados, a los enfermos en primer lugar, las verdaderas víctimas; mientras tanto, las instituciones científicas y los organismos de salud oficiales, enfrascados estas en batallas internas, obligados aquellos por motivos no políticos sino morales, lograron resultados demasiado modestos. Esto resulta más evidente en los países desarrollados, en Estados Unidos particularmente, donde las organizaciones no-gubernamentales tienen voz y modos eficaces de reclamar lo debido y denunciar corrupciones, pero la situación no es muy distinta en México, aun cuando la reunión de fuerzas voluntarias ha sido retardada, desde el inicio por la falta de cohesión original de los grupos, su postura poco beligerante (atribuible a las estructuras y las mentalidades particulares del país, a la moral social imperante y a diversas urgencias en el orden socioeconómico). Pasada la época del azoro y la consternación, surgieron algunas tímidas iniciativas a mediados de los ochenta, que contrastan con la alarma y la rápida movilización ocurrida en otras partes. Esta situación corresponde, al fin y al cabo, con los avances estadísticos de la enfermedad en nuestro país, ya que el mal se difundió aquí con un notable retraso con respecto a las noticias, y adoptó un perfil médico distinto, en correlación con el estado de la sociedad. La relativa lentitud de los progresos de la enfermedad en los primeros tiempos de su extensión permitió que, hasta cierto punto, los espíritus se calmaran y, con la banalización del mal, el control profiláctico resulte más eficaz, no obstante graves resistencias de carácter moral. Los índices actuales, sin embargo, parecen indicar progresos, si no inesperados, en extremo alarmantes; esto significa simplemente que en México la verdadera batalla, por lo tanto, apenas empieza.