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El sida es más que un chiste de oficina

Rosamaría Roffiel

Ninguno nos conformamos con la idea de que Patricio va a morir. Ahora le descubro por primera vez la muerte alrededor de los ojos mientras platicamos sentados en el sofá de la casa que él y Gonzalo tienen en el sur de la ciudad. Desde la puerta entreabierta vemos el jardín con la fuentecita de piedra y a los niños con sus triciclos y sus nanas. Es una mañana de sol, una mañana optimista. “Saldré adelante”, dice Patricio. “Aún tengo cosas pendientes por acá”. 

Es un hombre gentil. Barba corta, ojos aceitunados, nariz judía. Un profeta de porcelana. Sabré todo a raíz de la enfermedad. Le salieron ojeras, se puso mas pálido que de costumbre, se le apergaminó la piel. Primero tuvo catarro, y tos; después, bronquitis. Transcurrieron semanas, meses, médicos. El susto fue cuando empezó a perder peso. Entonces lo internaron en el hospital. 

Le abrieron el pecho para alcanzar sus pulmones. Veinticinco puntos embarrados de merthiolate. La biopsia fue implacable: tuberculosis, “algo más, aún no muy claro”, informaron los doctores. Hubo que hacer otros análisis. Aislar el cuarto. Entrar con tapabocas. No besar al enfermo. No tocarlo. El exilio. 

Patricio se demacraba por minutos. El dolor le daba de patadas. La tristeza se le fue fijando en la carne, se apoderó de su semblante, de sus movimientos, de él mismo. Gonzalo permanecía a su lado. Pidió permiso en el trabajo. Llevan tres años viviendo juntos. Él y Consuelo, la madre de Patricio, se turnaron para cuidarlo. 

Un miércoles, días después de la biopsia, Patricio anunció por teléfono: 

—Bambina, tengo sida. 

No tuve tiempo de ahogar mi grito ni de disimular mi silencio posterior. 

—¡Bambina..., háblame! 

Desde lejos, me oí preguntar: 

—Patricio, ¿qué vas a hacer? 

—A esperar... pero sólo un poco. No pretendo morir desesperado. 

—¿Qué estás pensando? 

—Que le preguntes a alguno de tus amigos psiquiatras qué pastillas tomar y en qué dosis. 

—Te lo prometo. 

Esa mañana fue otra mañana. Distinta a las vividas a lo largo de mis casi treinta años. Sida. Está de moda. Los periódicos hablan de ello. También la tele. Hasta el radio. Es un tema para sacarle jugo. Los jueces de siempre lanzan su veredicto de siempre: “Son unos perversos. Es como un estigma. Como traer una marca en la frente. No hay que darles ni la mano. Están condenados. Van a morirse todos”. ¿Todos? No sé, ¿pero Patricio? Él tiene nombre, cara, historia. Es mi amigo, no una cifra ni una fotografía en blanco y negro. ¿Todos? ¿Patricio también? 

Primera llamada a una amiga psiquiatra. 

—¿Estas loca? ¿Cómo te vas a echar tamaña carga encima? 

Segunda llamada a un amigo psiquiatra.

—Estás loca. La culpa se te va a pegar para siempre. 

El resto del día me debatí entre cual culpa asumir: la de compartir con Patricio su muerte, o la otra, por dejarlo solo. Hice una tercera llamada. 

—Lo siento. Solamente averigüe que es una tarea íntima. 

—Entiendo, Bambina. No hay bronca, de veras. 

A partir de ese miércoles, el sida se convirtió en el tirano de Patricio. Su tiempo comenzó a disolverse en instantes que a veces no sabía cómo llenar de vida, o cómo vaciar de muerte, porque su cuarto en el hospital no era precisamente hospitalario, porque las enfermeras no eran Florencia Nightingale ni los médicos lo que Hipócrates esperaba. “¿Desde cuándo es usted vicioso?”, “¿por qué no vive con sus padres?”, “¿con qué frecuencia mantiene relaciones contranatura?”. Patricio amarraba el llanto, endurecía la mandíbula, aguantaba el dolor y la humillación como pedazos de roca enterrados. 

—¿Qué se hace en estos casos, Bambina? ¿Se atiene uno a su destino o lucha contra él? 

—No sé. A lo mejor primero debemos entender. 

—¿Entender qué, Bambina? 

—Nuestro destino. 

—El mío es una esfinge. 

—El de todos. 

—EI mío es la muerte de tú a tú, por dignidad. 

Cuando salió del hospital no fue directo a su casa. Quiso pasar por los Viveros de Coyoacán. Llenarse de verdes, de barro. Lo acompañamos Gonzalo y yo. Por primera vez en varias semanas, Patricio hablaba animado. “Seguro es una equivocación. En el transcurso de la semana me llamarán para avisarme del error”. “Claro, eso es, ya verás”, mentíamos nosotros. 

Mientras recorríamos los caminitos formados bajo los árboles, Patricio ensanchaba la nariz para dejar pasar mas aire. “Eso, oxígeno y una buena alimentación es lo único necesario para combatir cualquier mal. Tal vez un poco de ejercicio, cuando tenga fuerzas”. Convencido, se recargó mas sobre mi brazo y el de Gonzalo. Yo hacia esfuerzos desesperados para tragarme las ganas de llorar. Recosté mi cabeza sobre el hombro de Patricio; él y Gonzalo se miraron a los ojos y sonrieron callados. 

La casa lo recibió bien. El sofá de madera viejo que habíamos ido a comprar en bola hasta Puebla, los bancos transformados en jardineras, el jarrón art nouveau descubierto por suerte en la Lagunilla. Ahora, aquí sentados, arrullados por Albinoni, Patricio insiste: “La belleza es importante, Bambina. Hay que rodearse de ella”. Entre nota y nota hablamos de pintura: es su debilidad. Su sueño, colgar un Picasso en su recámara.  

Lo miro. Debe haber sido un niño hermoso, sumamente sensible. Seguro le tenía miedo a la oscuridad. No sé, nunca se lo he preguntado. Casi diez años de ser amigos y no saber esas cosas... A Patricio adulto lo conozco. Perfeccionista. Leal. Cuidador de sus afectos. Respetuoso de los ritos: el té los domingos, el año nuevo. Mas que nada la amistad. Eterno dispuesto a acompañar, a conseguir el mejor marco para un cuadro, a vender sus cosas en los momentos de crisis y alivianar así a los amigos. Su amante más querida es la puntualidad. “Ay, Patricio, ni pareces mexicano”, surge frecuente nuestro reclamo. 

También callado. “Hay que callar para entender”, explica cuando nos quejamos de su silencio. Nunca está satisfecho de su vida. En cuanto consigue eso buscado durante un tiempo, va tras algo nuevo: un trabajo, otro proyecto, un viaje. Por él, se la pasaría viajando. “Seguro fue en Nueva York. Ese gringo que me ligue en el Black & White. ¡Carajo! La aventura más cara de mi vida”.

Sin decirle a Patricio, leemos ávidos cualquier noticia sobre el sida. ¿La peste, la plaga, epidemia maldita? ¿Castigo divino, venganza de la naturaleza? Ninguno lo creemos. Pero una cosa es cierta: Patricio tiene sida, se va a morir. Y nosotros, sus amigos, no podemos impedirlo. Lo llamamos a diario. ¿Cómo amaneciste? ¿Qué tal pasaste la noche? ¿Sientes alguna mejoría? Pero no, el mal avanza, tal y como los médicos lo advirtieron. 

También esperamos. Vivimos pendientes. Nos metemos cada noche a la cama con la rabia y el miedo como única cobija. Nos despertamos mirando de reojo el teléfono. Patricio lo habló con cada uno. A Consuelo le costó más trabajo aceptar. 

Por estar cerca de Patricio nos olvidamos de Gonzalo. De sus temores. De sus dudas. 

Desde que esto empezó se ha vuelto mas taciturno. Seguido le descubro la mirada húmeda, puesta en un horizonte que solamente él parece ver. Una noche, comentábamos la deserción de amigos, la solidaridad de las amigas, lo frágil que es la vida. Hablamos de nuestro descubrimiento de que, del sida, lo más contagioso es el miedo (“sí, un miedo que lleva a olvidar lealtades”), de nuestros esfuerzos por no sentirlo. De pronto se cubrió el rostro con ambas manos. Con una voz nueva, me confesó: “Hay dos partes en mí, una que me grita: corre, vete de aquí y no vuelvas nunca, y otra que me dice: no lo abandones”. 

Patricio toma cinco cajas de Bactrim por día. Su estómago no soporta siquiera los caldos desgrasados y los purés que Consuelo le prepara desde la noche anterior y le pasa a dejar, corriendo, antes de ir a su trabajo. Comenzó a vomitar desde el martes, a tener náuseas, a no tolerar ni comida ni medicamentos. 

Es jueves. Lo llamo insistentemente. Contesta la grabadora. Como un zumbido me cruza el pensamiento de que, cuando el muera, su voz seguirá ahí. Al anochecer corro al hospital. Me detengo agitada ante la puerta de cristal. Hora de visita: de tres a cuatro y media de la tarde. Son las ocho de la noche. No lo pienso, entro segura, hasta Urgencias. Pregunto: “Cama 106”. “Pero ahorita ya no puede subir”. “Sí, claro, gracias”. Por supuesto, no hago caso. Rápido, la escalera. Tranquila hasta el segundo piso. Directo al cuarto donde una placa anuncia: 101-106. La cama del fondo, junto a la ventana. Descorro la cortina percudida. Patricio duerme. Si no fuera por las burbujas del suero pensaría que está muerto. Tiene las manos sobre el pecho. El rostro plácido. La palidez impregnada. Me coloco a su lado, le acaricio las piernas, siento su delgadez, me espanta la violencia de sus rodillas, tan abruptas en ese paraje plano. 

Pasan los minutos. De pronto, Patricio abre los ojos, sonríe. 

—Qué hábil te viste, Bambina. 

—Estaba preocupada. No sabia de ti, desde ayer. 

—Vine a consulta, me advirtieron: “Si se va es para morirse en su casa”. 

—Ah, luego no es cierto que quieras morirte. 

—Morirme no, matarme sí. 

—Siempre con la idea. 

—Ahorita quisiera llorar. 

—Pues llora. 

—¿Cómo se llora, Bambina? 

—Piensa en lo más feo lo más doloroso. 

—Lo más doloroso es esto. 

—Entonces llora. 

—No puedo. 

—Cuando te vengan las ganas, no las detengas. 

—Nunca he sabido. 

—¿Ni de niño? 

—De niño sí, a escondidas. 

—Llora en la noche, cuando te quedes solo. 

—En las noches enloquezco. 

—¿De miedo? 

—Y desesperación. 

—¿No duermes? 

—No, porque entonces sueño. 

—¿Qué sueñas? 

—Que tengo sida, que voy a morirme. 

—Patricio, la muerte es una decisión interior. 

—El adentro siempre anda a tiempo con el afuera. 

—Si lo decides de veras, te mueres. 

—No puedo esperar. Mírame, cada día peso menos. Quiero ser persona todavía cuando muera. Quiero evitamos mi agonía. 

Callamos. Nos despedimos de lejos. Él me dice adiós con la mano, como si se estuviera alejando en un tren. Alzo el brazo para contestarle, pero me resisto, doy unos pasos, inclino la cabeza y le dejo mi beso en una de sus rodillas. 

Mientras bajo la escalera del hospital, llega la rabia, las ganas inmensas de sacudirle a manotazos la muerte, de abrir esa única ventana para que por allí salga esta pinche desesperanza. 

Son las tres y media de la tarde. Los amigos que aún venimos esperamos en el pasillo del hospital. Todos tan juntos, como vamos al cine o a comer. Entramos de dos en dos. Consuelo y Gonzalo son los únicos que pueden venir a otra hora del día, hasta las ocho de la noche en que Patricio debe enfrentarse solo a sus demonios. 

Cuando se van, me quedo con Patricio. Me siento al pie de su cama. No hablamos. Nos miramos con un entendimiento que rebasa las pupilas. 

De pronto retira la sábana, levanta la bata blanca y me muestra la flor púrpura de su abdomen. Con él no caben los engaños. 

—Cáncer de la piel, típico del sida. 

No contesto nada. No sé qué decir. Me niego a expresar una esperanza que no siento en realidad. Se produce otro silencio. Es él quien lo rompe. 

—Bambina, ¿qué caso tiene obstinarme en permanecer adherido a la vida, peleándola segundo a segundo, abrazándome a ella como si fuera la gran cosa? 

Vuelve a callar. Retoma: 

—Además, no quiero sentirme atrapado por el miedo a morir. Ya no más, Bambina, ya no más. 

En el auto, rumbo a mi casa, le doy la razón. Todavía me envuelve nuestro abrazo prolongado, nuestra mirada cómplice, nuestro último beso. Recorro Insurgentes. Paso la esquina donde debo dar vuelta. Manejo hacia la carretera vieja a Cuernavaca. Muy pronto, me dejo llevar por los tonos del campo y por la tarde que hoy decidió brillar tranquila. Como una neblina que desciende sobre un parque, me va inundando una melancolía por lo que ya no compartiremos, una paz interior porque se acabó la espera. No más amanecer agazapada por un sentimiento contradictorio de que, por favor, sea hoy, pero por favor, que no sea nunca. 

Mañana, la vida será la misma. Este paisaje seguirá idéntico. La ciudad también. Como todos los días, tendré que levantarme antes de las siete, me pondré la ropa de siempre y tomaré el café de costumbre. A las nueve estaré entrando al trabajo. Patricio, como quisiera saber rezar para rezar ahorita por ti. Todo igual. Y los amigos volveremos a llamarnos para salir juntos. O quizás no nos veamos nunca para no tener que hablar de esto. Y Gonzalo se irá lejos. Y Consuelo se quedará, y tendrá que borrar la voz de la grabadora. Patricio, ¿en qué regiones te encuentras ahora? A las seis en punto caminaré fuera de la oficina. Los gritos, las risas, los ruidos. No más permisos especiales para llegar a tiempo al hospital. Recuerdo la noche en que entre clandestina hasta el pie de su cama. Su sonrisa al abrir los ojos. Patricio, ojalá que hoy si puedas llorar. Estas vacaciones iremos al mar, como hace tres años en Puerto Escondido. No sé por qué el mar hace que una se sienta tan sola. Patricio, la soledad tiene sus reglas. Me imagino que después será cosa de construir muros, de ir rellenando huecos, dejar que los meses pasen. 

Ya no hay verdes ni azules ni naranjas que me consuelen. Es una noche cerrada, una noche de luna nueva. Lástima que en la ciudad casi nunca se vean las estrellas. En cambio aquí, ¡cuántas! Ya pasan de las ocho. Debo buscar un retorno para volver. Debo llegar a casa, esperar la llamada. El aire se ha vuelto lento. Las lágrimas, a veces, qué absurdas resultan. Las horas, qué poco son.